Wednesday, 13 August 2025

La biblioteca de Tito

 















Entrar en la biblioteca de un escritor asemeja a hurgar de escondidas en el bolsón de instrumentos de un carpintero, de un herrero, de un escultor. Destornilladores, martillos, serrucho, garlopa, formón, taladro, lija, escuadra y cinta métrica para trabajar madera (roble, pino, nogal) con clavos, tornillos, pegamento, barniz y laca, ese universo concentrado en donde residen todas las posibilidades de manufactura y artefacto. Solo que en el extendido mundo de las libreras, apoyadas en la pared como si se fueran a caer, o como si fueran a derribar ese muro, se alinean esas otras herramientas del oficio, clavos y tornillos de papel encerrados entre los lomos de cartón o piel. Sería una banalidad insoportable enunciar: “Dime qué lees y te diré quién eres”, porque se lee de todo, independientemente de los intereses y aficiones, de las obsesiones y manías, de las obligaciones y deberes. A pesar de todo, recorrer los libros que un escritor ha coleccionado en su vida puede proporcionar pistas o coincidencias, quizá esclarecimientos para gozar mejor la lectura de sus libros. A menos que sea un escritor viajero, de esos que el doctor Arévalo retrató en su tiempo: “Cada país, una biblioteca”.

Todo esto viene a cuento por la lectura de Fragmentos del mapa del tesoro, hermoso título para un libro muy especial. Lo escribió Leticia Sánchez Ruiz, escritora ovetense, luego de recorrer la biblioteca que Augusto Monterroso donó a la Universidad de Oviedo. Nos hallamos delante de un itinerario lleno de devoción y reverencia, o, como mejor recita el epígrafe: “con amor, admiración y profundo agradecimiento”. Una curiosidad: la autora nunca conoció en persona a ese autor tan admirado. Estuvo a punto de conocerlo, confiesa, en la presentación de un volumen en Salamanca. Solo que llegó tarde, cuando el acto había terminado: fue la ocasión en que estuvo más cerca de Monterroso. De alguna manera, el libro es una manera de establecer una relación sobreentendida, tácita, virtual.

Es probable que todo haya comenzado con la asignación del Premio Príncipe de Asturias de las Letras a Augusto Monterroso, en el año 2000. Ese premio fue el más importante recibido por el autor guatemalteco. Su estancia en Oviedo habrá sido muy agradable y Monterroso habrá quedado muy bien impresionado. Cuando murió, en 2003, dejó un legado de volúmenes y manuscritos de gran valor. Su esposa, la escritora Bárbara Jacobs decidió, en 2008, donar la mayor parte de esos libros a la Universidad de Oviedo. Esas obras viajaron del barrio de Chimalistac, en la Ciudad de México, a Madrid, por vía aérea. De Madrid, varios camiones cargaron las cinco toneladas del legado y fueron depositados en la Biblioteca del Campus de El Milán. Allí, en una vasta ala del recinto, diversos estantes atesoran años y años de compras, de lecturas, de búsquedas, de entretenimiento, de reflexión, de todo aquello que implica la biblioteca de un autor.

Leticia Sánchez Ruiz nos conduce por una lectura singular, la lectura de varias lecturas, sobre todo, las que Monterroso realizó, y solo el título de una obra serviría para hacer inferencias. Hay, además, libros anotados que nos indican las preferencias de Monterroso y hay manuscritos, cartas, fotografías. No por nada, Sánchez Ruiz denomina a su aventura “fragmentos del mapa del tesoro”, una cita que implica una evaluación. Al principio, relata que, alguna vez, ese tesoro corrió el riesgo de disolverse en la nada, según relata Tito en el cuento Cómo logré deshacerme de quinientos libros. Esa narración contiene una especie de broma, pues el autor dice que, un buen día, decidió desbaratar su colección de libros. Sin embargo, poco tiempo después de empezar, se arrepintió. La anécdota es inventada, pero sirve para ejercitar el sarcasmo del autor guatemalteco. Que se sepa, nunca se deshizo de ningún libro, sino más bien acumuló ejemplares a lo largo de su vida.

Fragmentos recorre, de puntillas, los estantes ordenados, que, no obstante ese concierto, forman un laberinto de símbolos y signos, listos para ser interpretados. El camino entre los rimeros de volúmenes sirve a la autora para tejer un retrato de Tito Monterroso, que mezcla biografía, anécdotas literarias y citas textuales, y trata de que esa pintura sea lo más fiel posible al original. Una de las partes más interesantes se encuentra en las anotaciones que Tito escribió en las páginas de sus lecturas favoritas.

Inicia con una cita de Steiner: hay dos tipos de personas, las que leen con un lápiz en la mano y las que no. “No hay nada tan fascinante como las notas marginales de los grandes escritores”, dice. Obviamente, Tito Monterroso leía con un lápiz en la mano. Su trazo es tímido, poco enfático. Sánchez señala que la característica de las anotaciones de Tito consiste en que más que comentar, corrige. Quién sabe si ese es el resultado de su primer trabajo en México, corrector de pruebas en la editorial Séneca. De todas formas, crea un código personal: una equis para los errores de traducción; un signo de interrogación, como una ceja levantada, ante lo erróneo o lo incomprensible; un corchete para lo que le agrada; una estrella de seis puntas para lo excepcional, y para las frases que mencionan a las moscas, una de las extrañas obsesiones del autor guatemalteco.

Monterroso señala, en Cuaderno de notas, de Henry James, los párrafos en los que el norteamericano se queja de la excesiva vida social, que no le deja tiempo para la escritura, en cuanto refleja, dice Sánchez, algo que el mismo Tito reflexionaba en el texto Agenda de un escritor. En otro libro, El loro de Flaubert, de Julian Barnes, Monterroso subraya la afirmación: “Flaubert no tenía una idea muy exacta de cómo eran los ojos de Emma Bovary”. Esto lo lleva a buscar, en el texto, la comprobación de tal observación, y subraya las partes en las que aparecen los ojos de la protagonista: “sus ojos negros parecían más negros”; “negros en la sombra y de un azul oscuro a plena luz”; “aunque eran pardos parecían negros”. Parecería extraña esta ambigüedad en un autor que se pasaba una semana a la búsqueda de la mot juste, mas la duda se disuelve cuando se piensa que la indeterminación es una de las claves de la literatura. Monterroso también subraya los libros de Borges y de Cortázar y uno podría pensar que los subrayados, entonces, son signos de admiración, en el mejor sentido del término.

Leticia Sánchez Ruiz señala, como una curiosidad casi metaliteraria, que en la biblioteca de Tito se encuentran las obras de Arturo Monterroso y de Porfirio Barba Jacob. Declara, con un cierto asombro, que Arturo Monterroso existe realmente y que se trata de un escritor guatemalteco. Puedo confirmar esa intuición: Arturo no solo existe en la realidad, sino que es un excelente escritor, muy admirado por los innumerables alumnos de sus cautivadores talleres literarios. Sus obras no se parecen en nada a las de Tito, y eso está muy bien, porque aleja sospechas y aprovechamientos de literarias casualidades. De Barba Jacob indica la casi coincidencia con el nombre de Bárbara Jacobs, la esposa de Monterroso. Completa la información diciendo que Tito conoció a Barba Jacob, porque este frecuentaba la casa de sus padres, y que Tito lo admiraba mucho. Hay mucho más. Porfirio Barba Jacob fue un modernista colombiano que se estableció en Guatemala, hizo escuela allí, fue amigo y enemigo de Rafael Arévalo Martínez, y mereció una biografía escrita por Fernando Vallejo. Tenía razón Tito cuando guardaba sus libros. Fragmentos de un mapa del tesoro contiene mucha más información, y su lectura nos revela el mundo monterrosiano y nos incita a lo que sería la actividad principal: leer la obra de Tito, o, lo que es casi lo mismo, releerla, porque es prosa para degustar una y otra vez.