Entrar en la
biblioteca de un escritor asemeja a hurgar de escondidas en el bolsón de
instrumentos de un carpintero, de un herrero, de un escultor. Destornilladores,
martillos, serrucho, garlopa, formón, taladro, lija, escuadra y cinta métrica
para trabajar madera (roble, pino, nogal) con clavos, tornillos, pegamento,
barniz y laca, ese universo concentrado en donde residen todas las
posibilidades de manufactura y artefacto. Solo que en el extendido mundo de las
libreras, apoyadas en la pared como si se fueran a caer, o como si fueran a
derribar ese muro, se alinean esas otras herramientas del oficio, clavos y
tornillos de papel encerrados entre los lomos de cartón o piel. Sería una
banalidad insoportable enunciar: “Dime qué lees y te diré quién eres”, porque
se lee de todo, independientemente de los intereses y aficiones, de las
obsesiones y manías, de las obligaciones y deberes. A pesar de todo, recorrer
los libros que un escritor ha coleccionado en su vida puede proporcionar pistas
o coincidencias, quizá esclarecimientos para gozar mejor la lectura de sus
libros. A menos que sea un escritor viajero, de esos que el doctor Arévalo
retrató en su tiempo: “Cada país, una biblioteca”.
Todo esto viene a
cuento por la lectura de Fragmentos del mapa del tesoro, hermoso título para un
libro muy especial. Lo escribió Leticia Sánchez Ruiz, escritora ovetense, luego
de recorrer la biblioteca que Augusto Monterroso donó a la Universidad de Oviedo.
Nos hallamos delante de un itinerario lleno de devoción y reverencia, o, como
mejor recita el epígrafe: “con amor, admiración y profundo agradecimiento”. Una
curiosidad: la autora nunca conoció en persona a ese autor tan admirado. Estuvo
a punto de conocerlo, confiesa, en la presentación de un volumen en Salamanca.
Solo que llegó tarde, cuando el acto había terminado: fue la ocasión en que
estuvo más cerca de Monterroso. De alguna manera, el libro es una manera de
establecer una relación sobreentendida, tácita, virtual.
Es probable que
todo haya comenzado con la asignación del Premio Príncipe de Asturias de las
Letras a Augusto Monterroso, en el año 2000. Ese premio fue el más importante
recibido por el autor guatemalteco. Su estancia en Oviedo habrá sido muy
agradable y Monterroso habrá quedado muy bien impresionado. Cuando murió, en
2003, dejó un legado de volúmenes y manuscritos de gran valor. Su esposa, la
escritora Bárbara Jacobs decidió, en 2008, donar la mayor parte de esos libros
a la Universidad de Oviedo. Esas obras viajaron del barrio de Chimalistac, en
la Ciudad de México, a Madrid, por vía aérea. De Madrid, varios camiones
cargaron las cinco toneladas del legado y fueron depositados en la Biblioteca
del Campus de El Milán. Allí, en una vasta ala del recinto, diversos estantes
atesoran años y años de compras, de lecturas, de búsquedas, de entretenimiento,
de reflexión, de todo aquello que implica la biblioteca de un autor.
Leticia Sánchez
Ruiz nos conduce por una lectura singular, la lectura de varias lecturas, sobre
todo, las que Monterroso realizó, y solo el título de una obra serviría para
hacer inferencias. Hay, además, libros anotados que nos indican las
preferencias de Monterroso y hay manuscritos, cartas, fotografías. No por nada,
Sánchez Ruiz denomina a su aventura “fragmentos del mapa del tesoro”, una cita
que implica una evaluación. Al principio, relata que, alguna vez, ese tesoro
corrió el riesgo de disolverse en la nada, según relata Tito en el cuento Cómo
logré deshacerme de quinientos libros. Esa narración contiene una especie de
broma, pues el autor dice que, un buen día, decidió desbaratar su colección de
libros. Sin embargo, poco tiempo después de empezar, se arrepintió. La anécdota
es inventada, pero sirve para ejercitar el sarcasmo del autor guatemalteco. Que
se sepa, nunca se deshizo de ningún libro, sino más bien acumuló ejemplares a
lo largo de su vida.
Fragmentos
recorre, de puntillas, los estantes ordenados, que, no obstante ese concierto,
forman un laberinto de símbolos y signos, listos para ser interpretados. El
camino entre los rimeros de volúmenes sirve a la autora para tejer un retrato
de Tito Monterroso, que mezcla biografía, anécdotas literarias y citas
textuales, y trata de que esa pintura sea lo más fiel posible al original. Una
de las partes más interesantes se encuentra en las anotaciones que Tito
escribió en las páginas de sus lecturas favoritas.
Inicia con una
cita de Steiner: hay dos tipos de personas, las que leen con un lápiz en la
mano y las que no. “No hay nada tan fascinante como las notas marginales de los
grandes escritores”, dice. Obviamente, Tito Monterroso leía con un lápiz en la
mano. Su trazo es tímido, poco enfático. Sánchez señala que la característica
de las anotaciones de Tito consiste en que más que comentar, corrige. Quién
sabe si ese es el resultado de su primer trabajo en México, corrector de
pruebas en la editorial Séneca. De todas formas, crea un código personal: una
equis para los errores de traducción; un signo de interrogación, como una ceja
levantada, ante lo erróneo o lo incomprensible; un corchete para lo que le
agrada; una estrella de seis puntas para lo excepcional, y para las frases que
mencionan a las moscas, una de las extrañas obsesiones del autor guatemalteco.
Monterroso
señala, en Cuaderno de notas, de Henry James, los párrafos en los que el
norteamericano se queja de la excesiva vida social, que no le deja tiempo para
la escritura, en cuanto refleja, dice Sánchez, algo que el mismo Tito
reflexionaba en el texto Agenda de un escritor. En otro libro, El loro de
Flaubert, de Julian Barnes, Monterroso subraya la afirmación: “Flaubert no
tenía una idea muy exacta de cómo eran los ojos de Emma Bovary”. Esto lo lleva
a buscar, en el texto, la comprobación de tal observación, y subraya las partes
en las que aparecen los ojos de la protagonista: “sus ojos negros parecían más
negros”; “negros en la sombra y de un azul oscuro a plena luz”; “aunque eran
pardos parecían negros”. Parecería extraña esta ambigüedad en un autor que se
pasaba una semana a la búsqueda de la mot juste, mas la duda se disuelve cuando
se piensa que la indeterminación es una de las claves de la literatura.
Monterroso también subraya los libros de Borges y de Cortázar y uno podría
pensar que los subrayados, entonces, son signos de admiración, en el mejor
sentido del término.
Leticia Sánchez
Ruiz señala, como una curiosidad casi metaliteraria, que en la biblioteca de
Tito se encuentran las obras de Arturo Monterroso y de Porfirio Barba Jacob.
Declara, con un cierto asombro, que Arturo Monterroso existe realmente y que se
trata de un escritor guatemalteco. Puedo confirmar esa intuición: Arturo no
solo existe en la realidad, sino que es un excelente escritor, muy admirado por
los innumerables alumnos de sus cautivadores talleres literarios. Sus obras no
se parecen en nada a las de Tito, y eso está muy bien, porque aleja sospechas y
aprovechamientos de literarias casualidades. De Barba Jacob indica la casi
coincidencia con el nombre de Bárbara Jacobs, la esposa de Monterroso. Completa
la información diciendo que Tito conoció a Barba Jacob, porque este frecuentaba
la casa de sus padres, y que Tito lo admiraba mucho. Hay mucho más. Porfirio
Barba Jacob fue un modernista colombiano que se estableció en Guatemala, hizo
escuela allí, fue amigo y enemigo de Rafael Arévalo Martínez, y mereció una
biografía escrita por Fernando Vallejo. Tenía razón Tito cuando guardaba sus
libros. Fragmentos de un mapa del tesoro contiene mucha más información, y su
lectura nos revela el mundo monterrosiano y nos incita a lo que sería la
actividad principal: leer la obra de Tito, o, lo que es casi lo mismo,
releerla, porque es prosa para degustar una y otra vez.